La hebra de la vida

Efraín M. Díaz-Horna

Un aire frío se coló
por entre las costillas de mi ser.
Aquel día el teléfono fue el portador
de una magra noticia
que encapotó mis horas de tristes esencias.

Más tarde el lastre
de la espesa bruma del dolor
impidió que el sol irradiara
sus vitales favores.

Fue un sablazo existencial;
un dolor cómo ningún otro
que caló lo más profundo de mi alma.
Esta congoja insoportable
que nunca nadie debería de sufrir
se enquistó con saña en mi corazón.

Un hondo gemido se esparció
por el paisaje de mi vida
y escuché una voz balbucear:
¡Es un insulto de la naturaleza!
¡Un padre no debería de enterrar a su hijo!
¿Por qué Señor?

Silencio.

Busqué las palabras, los abrazos,
que sosegaran mi dolor…
Mas me encontré con una dura realidad.
Una vez más el silente río, en su afán
de llegar al mar,
arrebató, sin misericordia,
la promesa de una joven vida.

Su sonrisa, sus ojos, sus manos
y su dadivoso corazón
yacen, ahora, en el recóndito
mundo del mar.

Quedé aturdido. La sacra ira
se hizo presente en mi ser.
Congoja. Desesperanza. Rabia.

Un silencio ensordecedor
me arrastró hasta las puertas
del infierno. Rabia. Mucha rabia…

¿Por qué? ¿Por qué? ¡No es justo¡

¿Por qué nos dejaste?

¿Por qué?

Me muerdo los labios.

Azoto mi alma.

Maldigo la vida.

¿Por qué?

¿Qué hacer? ¿Cómo calmar esta tremebunda pena?

Busqué una respuesta…

Entonces, escuché una voz, tierna y sabia,
susurrar una verdad
que empapó mi corazón con la sapiencia de los siglos:

¡Llora a cántaros! ¡Aflígete!
Plañe tu honda pena. Llórala
sin rubor y sagrada entrega,
pero agárrate de la hebra que nos deja Andrés
y sigue tu camino, paso a paso, hasta el infinito.

La hebra, que no se rompe,
el hilo de sus recuerdos: sus pardos ojos,
su sonrisa, sus sueños, sus travesuras y su amor
que con humilde gesto aglutinan
el tapiz de nuestra familia.

La luz se cuela, sigilosa, por nuestro pecho.
Las campanas de la vida tañen una vez más
y la bruma pausadamente se despeja.

¡Milagro de milagros!

La presencia de su ausencia irrumpe
con sacra terquedad en el espacio
de nuestros corazones invitándonos
a recordarlo con alegría y amor.

Me dije:
¡Recordemoslo con júbilo!

Hoy día se filtra en mi corazón
la savia de la esperanza
llenándome de paz y paternal sosiego.

La luz disipa la penumbra.

Sonrío.

Lloro.

Acepto.

Una voz desde el horizote musita:
“El señor es mi pastor, nada me faltará”.

― Por Efraín M. Díaz-Horna, 2017