Era un sábado por la mañana y Andrés había quedado de avisarle si el problemita en la obra estaba resuelto y si el plan seguía en pie.

El día anterior, viernes de quincena, unos maleantes de la zona centro habían emboscado la obra para llevarse lo que se conoce como la raya del personal de obra. En otras palabras, gente que ya sabe que la construcción se paga en efectivo cada viernes, se pone lista para apañar.

Desde hacía varios meses, Andrés había observado unos halcones desde el último piso de un edificio en construcción en Reforma Centro. Éstos parecían vivir por la zona de Tlatelolco y Andrés había decidido escribir un artículo para limulus.mx. Le llamaba mucho la atención que unos halcones, pudiendo vivir en cualquier bosque del mundo, decidan vivir en la ciudad. Mateo sería el fotógrafo de estos rapaces para ilustrar el texto de Andrés.

– “Mira, estos gueyes ya vinieron ayer y se sirvieron sabroso, dudo mucho que regresen”, le dijo Andrés por teléfono esa mañana que hablaron.

Mateo analizó los peligros de la situación y aún así decidió lanzarse a la obra. Tomó su bicicleta, varias tarjetas de memoria, varios lentes para fotografiar de lejos y llegó a Reforma a mediodía.

Subieron juntos al último piso de la obra y Andrés le explicó que generalmente él veía los halcones desde el ala oeste. Señaló distintos puntos en donde solían posarse los rapaces y le explicó que era cuestión de esperar.

Andrés estaba trabajando ese día así que después de unos minutos arriba, le dijo a Mateo que iba a dar una vuelta y que regresaría pronto.

Pasó un cierto tiempo y Mateo no veía nada. Regresó Andrés.

– Nada guey?

– Nada, contestó Mateo.

Andrés dio una vuelta buscándolos y al no verlos volvió a bajar porque parecía haber una fuga en el piso 4 que justo acababan de terminar.

Cuando volvió al último piso, Mateo estaba entregado a la cámara tomando foto tras foto de un punto que Andrés no veía desde las escaleras. Se acercó y le preguntó:

– ¿Qué onda, cómo vamos?

– ¡Man! ¡Ahí está el halcón! contestó Mateo con emoción y sin dejar la cámara.

Andrés guardó un momento de silencio. Sonrió y le dijo.

– … eso es una paloma.

Mateo dejó la pose de fotógrafo, volteó a verlo y se cagaron de risa.

De pronto, a lo lejos, Andrés vio uno de los halcones posarse en uno de los edificios del centro. Estaba lejísimos y el primer pensamiento de Mateo fue que su lente jamás llegaría a tomar a esa distancia.

– Se van a acercar, dijo Andrés con seguridad.

Acabando esa frase, escucharon algo de conmoción en la entrada de la obra. Andrés se asomó desde ese último piso y le dijo a Mateo:

– Regresaron estos gueyes. Déjame ver si puedo averiguar algo, mientras quédate aquí arriba.

Mateo analizó sus opciones de escapatoria y pensó que la altura era su mejor aliado en ese momento. Pensó también que era mejor guardar la cámara y estar listos para moverse rápido.

Andrés regresó corriendo. No pintaban bien las cosas. Mientras empezaba a explicarle la situación, su mirada se levantó y señaló a la distancia.

El halcón había emprendido vuelo y se estaba acercando a ellos. Se posó entonces en un poste de luz a una distancia mucho más fotografiable.

La escena había sido magnífica y la reacción de Mateo fue sacar la cámara de inmediato y tomar una foto tras otra. Cualquier problema con los maleantes, quitaría la memoria de la cámara y salvaría las fotos.

Satisfecho de sus tomas, Mateo volteó a ver a Andrés que miraba fijamente a los lejos y vio como sus ojos iban abriéndose con un brillo de sorpresa y emoción: un segundo halcón se estaba acercando al poste.

Lluvia de fotos.

Y cuando pensaron que su suerte no podía mejorar, ese segundo halcón se acercó a la hembra y se posó sobre ella en el mismo poste de luz.

Empezaron a aparearse.

Era un espectáculo tan bello e increíble que Andrés y Mateo se olvidaron de los gritos de abajo por un momento.

Cuando lograron desconectarse de la escena. Andrés se asomó y vio que se habían ido y los gritos habían parado. Bajó corriendo a averiguar qué había pasado y subió de nuevo para decirle a Mateo:

– Se fueron guey, pero van a regresar. Tenemos exactamente 3 minutos para irnos a la chingada.

Mateo guardó sus cosas a una velocidad sin precedentes, bajaron corriendo y se subieron cada uno a sus bicis metiéndole un turbo que pocas veces habían manejado. No voltearon a ver atrás hasta llegar cada uno a sus casas.

Había sido un día místico sin duda en la Ciudad: de halcones, de obras, de maleantes y apareamientos.

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Unas semanas después de la muerte de Andrés, Mateo le hizo esta ilustración conmemorando el día que pasaron juntos en la azotea de una obra de reforma, fotografiando halcones.

límulus.mx

Texto de Andrés Rozada
Fotos de Mateo Pizarro

La ciudad de México se compone de un sinfín de matices sobrepuestos, fruto de una historia larga y de suma complejidad. A menudo estos matices resultan siniestros, pero muchas otras veces, la ciudad nos sorprende con detalles de ligereza y sencillez que tanto bien hacen a sus habitantes.

Hace 7 u 8 años, manejaba sobre avenida Revolución hacia el sur cuando algo llamó mi atención. Una pareja de halcones se acababa de posar en un anuncio espectacular. No podía caber de asombro, pues, habiendo crecido en el Bajío, asociaba estas aves a las cañadas y montañas semiáridas de la sierra donde hay abundancia de presas: liebres, palomas, lagartos o ratones de campo. De chico podía pasar horas mirando por la ventana cuando salíamos a carretera rumbo a Jalisco o San Luis Potosí, buscando verlos volando a lo lejos, aprendiendo a distinguirlos de entre los zopilotes.

En aquellas épocas no había nada como ver un cernícalo haciendo “el espíritu santo”. Este método de caza, además de ser muy efectivo, resulta en un despliegue absoluto de habilidad, pues el halcón, a pesar del viento, permanece estático a unos 10 o 15 metros sobre la desprevenida presa, manteniéndose en dicha posición con ligerísimos movimientos del ala. Y cuando había suerte y el halcón se desplomaba en picada, al volver a aparecer de entre las hierbas lo hacía con la cena entre las patas.

Después de aquel día en Revolución, empecé a verlos con relativa frecuencia, una o dos veces al año, volando casi siempre en pareja. Aves de gran envergadura planeando imperturbables sobre las avenidas. Verlos aquí se volvió una especie de ritual sagrado, un símbolo de buena fortuna.

A principios del año pasado, el trabajo me llevó a Tlatelolco. Y tenía que ser ahí, en uno de los epicentros de la cultura de este país, que la buena fortuna se volviera algo cotidiano. En una de las primeras visitas vi aparecer a una pareja de halcones de Harris entre los árboles del Jardín Santiago, y a partir de entonces cada semana dedico varios minutos a verlos saltar entre las ramas, volar de un edificio a otro, viviendo en la ciudad.

Estos halcones se distinguen por ser sumamente sociables y cazar en grupos. Esta cualidad, aunada a su gran inteligencia, es una de las razones que hace de esta especie una de las más populares utilizadas en cetrería. Incluso han sido utilizados en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México para ahuyentar aves y así evitar riesgos de accidentes.

No sé desde hace cuanto esta pareja halcones de Harris y una de sus crías decidieron quedarse a vivir en la ciudad, pero me parece una señal de que las cosas pueden mejorar. Si las áreas verdes de la ciudad y las azoteas de nuestros edificios son habitables para un grupo de rapaces, entonces se antojan posibles muchas otras cosas. La fauna de este valle, que tanto hemos alienado al saturarlo, parece encontrarse dispuesta a resurgir si la proveemos de los incentivos adecuados. Depende de sus pobladores y de sus gobernantes que empecemos a apreciar esta posibilidad.

 por Andrés Rozada Diego Fernández y Mateo Pizarro

1. En otra ciudad, la de los rascacielos, tan retratada en películas y a la que muchos nos sentimos cercanos, existe la historia con todo y documental (obvio), de un halcón cola roja llamado Pale Male. Este veterano de 24 años habita desde 1991 un edificio de la quinta avenida que da a Central Park. Está considerado uno de los primeros halcones que llegaron a Nueva York, y el principal responsable de haber engendrado a varias crías que se quedaron a vivir en la ciudad, y que ahora forman parte de una población estable que anida en los icónicos puentes y edificios de Manhattan. Grupos de aficionados a las aves suelen verse en el parque armados con sus lentes, buscando ver al legendario halcón mientras sale a hacer sus cosas.